La cuarentena, como herramienta en medicina, se utiliza con el fin de aislar a las personas durante un periodo de tiempo (aunque su nombre así no lo sugiera) indeterminado, con el fin de evitar o limitar el riesgo de contagio de una enfermedad. Como premisa, desde los principios de las Naciones Unidas y Siracusa, el objetivo de la misma es responder a una necesidad social: que la salud de una población sea resguardada.

Pero, ¿Qué es la salud, aquello que debe ser resguardado? De acuerdo a la OMS “es un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades”. Tamaña definición de salud trae consecuencias de igual tamaño a la práctica y cuidados de la misma.

¿Cómo podemos llegar a la conclusión de que una persona goza plenamente de bienestar físico, mental y social? Esto, más allá de lo avanzado de las tecnologías actuales, no es fácil de descifrar. La piel que habita cada uno, por fuera de los instrumentos de medición, es testigo de las vivencias subjetivas de las cuales solo cada persona puede dar cuenta, pues como alguien me dijo una vez “nadie está en tu pellejo”.

Entonces, ¿Qué está ocurriendo en los distintos pellejos en está cuarentena?

Todos los seres humanos tenemos algo en particular que no compartimos con nadie y que nos hace ser únicos e irrepetibles; pero a la vez también tenemos dentro de nuestro entorno social características que compartimos con la mayoría de la población, cosas que nos alegran y nos entristecen en mayor o menor medida. Pensando en la interacción social y en cómo cada persona pone en juego sus peculiaridades en ese entorno, es que en lo personal adhiero a una definición de salud que Sigmund Freud diera hace ya más de un siglo, siendo esta “la capacidad de amar y trabajar”. ¿Qué quiere decir esto? En tanto seres sociales, nuestras necesidades básicas no se limitan a techo, agua y comida. Si bien son imprescindibles, también lo son las relaciones con nuestros congéneres, y no solo eso, también la forma en que cubrimos dichas necesidades está entramada con el concepto que nos formamos de nosotros mismos, forja cómo nos vemos y cómo nos ven, aunque no seamos conscientes de ello.

En otras palabras  “no solo de pan vivirá el hombre”  y “te ganarás el pan con el sudor de tu frente”, aunque duela, somos bestias de carga. Como una vez me comentó un paciente “no es lo mismo la plata que gano en la obra, que la que viene de arriba”, no es lo mismo trabajar por un sueldo que quedarse en casa por un sueldo.

Quizá por eso el 45% de las personas estén bebiendo más alcohol ahora que antes, por eso y por el deterioro en el amor propio.

¿Por qué hablo del amor propio? Si bien es entendible que en circunstancias extremas una persona se vea incapacitada de usufructuar su libertad, cuando esa incapacidad se prolonga indefinidamente, en este caso por las sucesivas extensiones de la cuarentena, los seres humanos empezamos a sufrir una distorsión del lugar que ocupamos en nuestras vidas diarias. El trabajo para algunos, la escuela para otros, el club, etc. Se trata de esas tareas, esas actividades que formaban parte de nuestras rutinas y que estaban profundamente entramadas con nuestras formas de ser, de repente se encuentran desplazadas, y eso duele. Para nuestros cerebros el dolor emocional y físico se solapan, y para acallar ese dolor las personas no solo están recurriendo al alcohol, sino también a psicofármacos, cuyas ventas se han disparado en los últimos meses. Mellada nuestra capacidad de amarnos a nosotros mismos, mellada nuestra capacidad de amar a alguien más.

No es casualidad que la violencia domestica se dispare en aquellos hogares donde el sustento económico proviene perpetuamente de la ayuda o asistencia estatal. El problema no es la ayuda, es la perpetuidad.

Hablando de perpetuidad, la indefinida duración del aislamiento preventivo y obligatorio ha sido causa de gran angustia entre la población. La incertidumbre que rodea el tiempo que nos separa de la vuelta a la vida cotidiana, y las constantes menciones a que esta ya no volverá, sino a través de una “nueva normalidad”, han abierto la caja de pandora que habita en la mente de cada persona, revitalizando fantasmas del pasado con los que no todos pueden lidiar, sobre todo en este escenario.

Fui testigo de esto durante el inicio de la cuarentena, cuando colaboré en una línea de emergencias libre y gratuita que formamos con otros psicólogos autoconvocados, debido a que los sistemas de salud no respondían a estas demandas, y sigue siendo un motivo recurrente de consulta en la clínica diaria.

Si de fantasmas se trata, hay uno que casi todos tenemos en común: la muerte, miedo primario y el más pesado argumento con el cual las personas han sido advertidas respecto a la situación actual. En general no nos gusta recordar nuestra condición de seres finitos, ni la de nuestros seres queridos, pero en estos tiempos hemos sido bombardeados constantemente con imágenes apocalípticas, contadores de muertes, cierres de industrias, caída del empleo y anuncios de sistemas de salud colapsados. Al miedo a la muerte, le sumamos el miedo a perder el trabajo.

También sumamos señales mixtas: por un lado vemos playas europeas con gente veraneando sin barbijos, por otro lado vemos tumbas improvisadas para el conteo incesante de cadáveres. No hace falta ser un genio para darse cuenta que las señales mixtas crean gran confusión ¿Quieren sacrificar la salud mental de sus hijos? Envíenles señales mixtas.

Respecto a los niños, estos aprenden a ser niños con… ¡otros niños! Las plazas vacías y las salas de clases virtuales han interrumpido este proceso de socialización tan imprescindible. Hay algo del cara a cara que no es susceptible de ser reemplazado mediante las tecnologías actuales, y esto se siente independientemente de la edad. El contacto social es esencial, aunque esto no ha sido determinado así inicialmente. Lo cual nos lleva a plantearnos ¿Quién determina qué es lo esencial para cada persona? ¿Quién determina qué es salud para cada persona? ¿Nos quedamos en casa? ¿Nos arriesgamos a la imprevisibilidad de la vida? Considero oportunas las sabias palabras que un profesor compartió una vez en clases, cara a cara “Que nadie les diga de qué tienen que sufrir, ni de qué tienen que gozar”.

 

Emerson Maximiliano Reyes

Psicólogo UNCo

MPRN 2144 MPNQN 2101